Sábado 17 de Octubre

Reflexión sobre el Evangelio

Tras la advertencia de evitar la avaricia, Jesús expone la parábola del rico insensato: ¡qué necedad es poner la confianza en la acumulación de bienes materiales para asegurar la vida de aquí abajo, mientras se olvidan los bienes del espíritu, que son los que nos aseguran, de verdad y para siempre, por la misericordia divina, la vida eterna!

Así explicaba san Atanasio estas palabras del Señor: «Quien vive como si hubiese de morir cada día –puesto que incierta es nuestra vida por naturaleza– no pecará, ya que el buen temor extingue gran parte del desorden de los apetitos; por el contrario, quien se cree que va a tener una vida larga, fácilmente se deja dominar por los placeres» (Contra Antígono).

Meditación

El pecado contra el Espíritu Santo

I. La blasfemia imperdonable al Espíritu Santo consiste en excluir la misma fuente de perdón de los pecados, cerrándose a la gracia y tergiversando los hechos sobrenaturales, atribuyendo la acción divina de Jesús al demonio, como los fariseos del Evangelio de la Misa de hoy (Lc 12, 10). Esta actitud, además de su gravedad y malicia, posee una disposición interna de la voluntad que anula toda la posibilidad de arrepentimiento. Todo pecado, por grande que sea, puede ser perdonado, porque la misericordia de Dios es infinita; pero para que se otorgue ese perdón divino es necesario reconocer el pecado y creer en el perdón y en la misericordia del Señor, cercano siempre a nuestra vida. El Papa Juan Pablo II nos advierte de esta deformación de la conciencia. Nosotros le pedimos al Señor una verdadera humildad para reconocer nuestros pecados, y que nunca nos acostumbremos a ellos, incluyendo los veniales. A Nuestra Señora le pedimos el santo temor de Dios, para no perder nunca el sentido del pecado y la conciencia de nuestros errores.

II. Jesucristo nos dio a conocer plenamente al Espíritu Santo como una Persona distinta del Padre y del Hijo, como el Amor personal dentro de la Trinidad Beatísima, que es la fuente y modelo de todo amor creado (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes). Jesús se refiere a Él como a un paráclito o consejero, esto es, abogado y confortador. Tiene como particular misión el juicio de la propia conciencia, y ese otro juicio tan especial de la Confesión de donde salimos absueltos de nuestras culpas y llenos de una riqueza nueva. La delicadeza de conciencia es aquella que tiene el alma cuando aborrece el pecado, incluso venial, y procura ser dócil a las inspiraciones y gracias del Espíritu Santo. Lo contrario a la conciencia delicada es la dureza de corazón que corresponde a la pérdida del sentido del pecado (Juan Pablo II), contra la cual siempre debemos estar alerta III. Vivimos en un ambiente pagano generalizado, parecido al que encontraron los primeros cristianos, y que hemos de cambiar como ellos lo hicieron. En innumerables ocasiones se enjuician ideas y hechos contrarios a la ley de Dios como asuntos normales, que a veces se deploran por sus consecuencias dañinas para la sociedad y para el individuo, pero sin referencia alguna al Creador. La suciedad de los pecados necesita un término de referencia, y éste es la santidad de Dios. El cristiano sólo percibe el desamor cuando considera el amor a Cristo. Digámosle como san Pedro: Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo (Jn 21, 17).

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