Miércoles 4 de Agosto

Reflexión sobre el Evangelio

«Entonces una mujer cananea le salió al encuentro»: La oración de la cananea es perfecta: reconoce a Jesús como Mesías (Hijo de David) frente a la incredulidad de los judíos, expone su necesidad con palabras claras y sencillas, insiste sin desanimarse ante los obstáculos y expresa humildemente su petición: Ten compasión de mí. Nuestra oración también debe ir acompañada de estas cualidades: fe, confianza, perseverancia y humildad.

Meditación

San Juan María Vianney

I. Cuando Juan Bautista Mª Vianney iba ser enviado a la pequeña parroquia de Ars (230 habitantes), el Vicario general de la diócesis le dijo: «No hay mucho amor de Dios en esta parroquia; usted procurará introducirlo» (F. Trochu, El Cura de Ars). Y eso fue lo que hizo: encender en el amor al Señor que llevaba en el corazón a todos aquellos campesinos y a incontables almas más. No poseía una gran ciencia, ni mucha salud, ni dinero…, pero su santidad personal, su unión con Dios hizo el milagro. Pocos años más tarde una gran multitud de todas las regiones de Francia acude a Ars, y a veces han de esperar días para ver a su párroco y confesarse. Lo que atrae no es la curiosidad de unos milagros que él trata de ocultar. Era más bien el presentimiento de encontrar un sacerdote santo, «sorprendente por su penitencia, tan familiar con Dios en la oración, sobresaliente por su paz y su humildad en medio de los éxitos populares, y sobre todo tan intuitivo para corresponder a las disposiciones interiores de las almas y librarlas de su carga, particularmente en el confesonario» (Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes para el Jueves Santo, 16-III-1986). Escogió el Señor «como modelo de pastores a aquel que habría podido parecer pobre, débil, sin defensa y menospreciable a los ojos de los hombres (cfr. 1 Cor 1, 27-29). Dios lo premió con sus mejores dones como guía y médico de las almas» (Ibidem).

En cierta ocasión, a un abogado de Lyon que volvía de Ars, le preguntaron qué había visto allí. Y contestó: «He visto a Dios en un hombre» (Cit. por Juan Pablo I, Alocución 7-IX-1978). Esto mismo hemos de pedir hoy al Señor que se pueda decir de cada sacerdote, por su santidad de vida, por su unión con Dios, por su preocupación por las almas; especialmente de aquellos que de alguna manera están puestos por Dios para ayudarnos en nuestro camino hacia Él.

II. Con frecuencia el Cura de Ars solía decir: «¡Qué cosa tan grande es ser sacerdote! Si lo comprendiera del todo, moriría» (B. Nodet, Jean-Marie Vianney, Curé d’Ars, la pensée, son coeur). Dios llama a algunos hombres a esta gran dignidad para que sirvan a sus hermanos. Sin embargo, «la misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos» (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici), cada uno en su propia vocación y en su quehacer en el mundo, siendo como antorchas encendidas en la noche, pues éstos, «en virtud de su condición bautismal y de su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, cada uno en su propia medida» (Juan Pablo II, loc. cit). De ninguna manera su participación en la vida de la Iglesia consiste en ayudar al clero, aunque alguna vez lo hagan. Lo específicamente laical no es la sacristía, sino la familia, la empresa, la moda, el deporte…, que procuran, en su propio orden, llevar a Dios. La misión de los seglares ha de llevarles a procurar impregnar la familia, el trabajo y el orden social con aquellos principios cristianos que lo elevan y lo hacen más humano: la dignidad y primacía de la persona humana, la solidaridad social, la santidad del matrimonio, la libertad responsable, el amor a la verdad, el respeto hacia la justicia en todos los niveles, el espíritu de servicio, la práctica de la comprensión mutua y de la caridad…

Pero para que puedan ejercer en medio del mundo «este papel profético, sacerdotal y real, los bautizados necesitan el sacerdocio ministerial por el que se les comunica de forma privilegiada y tangible el don de la vida divina recibido de Cristo, Cabeza de todo el Cuerpo. Cuanto más cristiano es el pueblo y cuanto más conciencia toma de su dignidad y de su papel activo dentro de la Iglesia, tanto más siente la necesidad de sacerdotes que sean verdaderamente sacerdotes» (Idem, Retiro en Ars).

III. Es de justicia que los fieles recen cada día, y de modo particular cuando celebramos la fiesta del Santo Cura de Ars, por todos los sacerdotes, y de modo especial por aquellos que han recibido el encargo de Dios de atenderlos espiritualmente: de quienes reciben el oro de la buena doctrina, el pan de los Ángeles y el perdón de los pecados. Hemos de confiar en sus oraciones, rogándoles que encomienden nuestras necesidades, y unirnos a sus intenciones, que recogen habitualmente las exigencias más apremiantes de la Iglesia y de las almas. También hemos de venerarlos y tratarlos con todo afecto, «puesto que nadie es tan verdaderamente nuestro prójimo como el que ha curado nuestras heridas. Amémosle viendo en él a Nuestro Señor, y querámosle como a nuestro prójimo» (San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, 7, 84). Así se lo pedimos al Santo Cura de Ars.

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