Martes 21 de diciembre

Reflexión sobre el evangelio

Adelantándose al coro de todas las generaciones venideras, Isabel, movida por el Espíritu Santo, proclama bienaventurada a la Madre del Señor y alaba su fe. No ha habido fe como la de María; en Ella tenemos el modelo más acabado de cuáles han de ser las disposiciones de la criatura ante su Creador: sumisión completa, acatamiento pleno. Con su fe, María es el instrumento escogido por el Señor para llevar a cabo la Redención como Mediadora universal de todas las gracias. En efecto, la Santísima Virgen está asociada a la obra redentora de su Hijo: «Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la Salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte. En primer lugar, cuando María, poniéndose con presteza en camino para visitar a Isabel, fue proclamada por ésta bienaventurada a causa de su fe en la salvación prometida, a la vez que el Precursor saltó de gozo en el seno de su madre (…). Avanzó la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual no sin designio divino se mantuvo en pie, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su Sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado» (Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen gentium, nn. 57-58).

Meditación

Generosidad y espíritu de servicio

I. La Virgen se da del todo a lo que Dios le pide. Nuestra Señora manifestó una generosidad sin límites a lo largo de toda su existencia aquí en la tierra. La Virgen no piensa en sí misma, sino en los demás. Trabaja en las faenas de la casa con la mayor sencillez y con mucha alegría; también con gran recogimiento interior, porque sabe que el Señor está en Ella. En María comprobamos que la generosidad es la virtud de las almas grandes, que saben encontrar la mejor retribución en el haber dado: ‘Habéis recibido gratis, dad gratis’ (Mateo 10, 8). La persona generosa sabe dar cariño, comprensión, ayudas materiales…, y no exige que la quieran, la comprendan, la ayuden. Da, y se olvida de que ha dado. Ahí está toda su riqueza. Descubre que amar “es esencialmente entregarse a los demás” (Juan Pablo II, Alocución). El dar ensancha el corazón y lo hace más joven. A la Virgen le suplicamos hoy que nos enseñe a ser generosos, en primer lugar con Dios, y luego con los demás.

II. Junto a María descubrimos que Dios nos ha hecho para la entrega, y que cada vez que nos ‘reservamos’ para nuestros planes y para nuestras cosas, a espaldas de Él, morimos un poco. Lo ‘nuestro’ se salva precisamente cuando lo entregamos. La generosidad con Dios ha de manifestarse en la generosidad con los demás: ‘lo que hicisteis con uno de éstos, conmigo lo hicisteis’ (Mt 25, 40). La generosidad con los demás se manifiesta de diversas maneras: saber olvidar con prontitud los pequeños agravios que se producen en la convivencia; sonreír y hacer la vida más amable a los demás; juzgar con comprensión a los demás; adelantarse en los servicios menos agradables del trabajo; aceptar a los demás como son; un pequeño elogio; un tono positivo a la conversación. Y sobre todo, facilitar el camino a quienes nos rodean para que se acerquen más a Cristo. Es lo mejor que podemos dar.

III. El Señor recompensa aquí, y luego en el Cielo, nuestras muestras, siempre pobres, de generosidad. Pero siempre colmando la medida. “Es tan agradecido, que un alzar los ojos con acordarnos de Él no deja sin premio” (Santa Teresa, Camino de perfección). Quien tiene en cuenta hasta la más pequeña de nuestras acciones, ¿cómo podrá olvidar la fidelidad de un día tras otro? El Señor da el ciento por uno por cada cosa dejada por su amor. Un día oiremos: Ven bendito de mi Padre, al cielo que te tenía prometido (Mt 25, 34). Oír estas palabras de bienvenida a la eternidad ya habría compensado la generosidad. Se entra en la eternidad de la mano de Jesús y de María.

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