Lunes 14 de febrero

Reflexión sobre el Evangelio

Jesús expresa así la profunda tristeza que le causaba el endurecimiento del corazón de los fariseos: éstos permanecen ciegos e incrédulos ante la luz que brillaba en su presencia y los prodigios que Cristo realiza. El hombre que rechaza los milagros que Dios le ha ofrecido ya, es inútil que exija nuevas señales: porque esa petición no procede de una búsqueda sincera de la verdad, sino de una malevolencia que en el fondo lo que pretende es tentar a Dios (cfr. Lc 16,27-31). La exigencia de nuevos milagros para creer, sin aceptar los realizados en la Historia de la Salvación, es pedir cuentas a Dios, al que se le viene a citar ante tribunales humanos: el hombre se erige en juez, y el Señor es demandado para que se defienda. Esta actitud se repite, por desgracia, en la vida de muchas personas. A Dios sólo se le puede encontrar cuando tenemos una disposición abierta y humilde. «No necesito milagros: me sobra con los que hay en la Escritura. –En cambio, me hace falta tu cumplimiento del deber, tu correspondencia a la gracia» (S. Josemaría Escrivá, Camino, n. 362).

Meditación

El Sacrificio de Abel

I. Lo mejor de nuestra vida ha de ser para Dios: lo mejor de nuestro tiempo, de nuestros bienes, de toda nuestra vida, incluyendo los años mejores. No podemos darle lo peor, lo que sobra, lo que no cuesta sacrificio o aquello que no necesitamos. Para el Señor toda nuestra hacienda, pero, cuando queramos hacerle una ofrenda, escojamos lo más preciado, como haríamos con una criatura de la tierra a la que estimamos mucho. Dar agranda el corazón y lo ennoblece; de la mezquindad acaba saliendo un alma envidiosa, como la de Caín, quien no soportaba la generosidad de Abel, como nos lo relata el Génesis (4, 1-5, 25). Para Ti, Señor, lo mejor de mi vida, de mi trabajo, de mis talentos, de mis bienes…, incluso de los que podría haber tenido. Para Ti mi Dios, todo lo que me has dado en la vida, sin límites, sin condiciones… Enséñame a no negarte nada, a ofrecerte siempre lo mejor.

II. Para Dios, lo mejor: un culto lleno de generosidad en los elementos sagrados que se utilicen, y con generosidad en el tiempo, el que sea preciso –no más–, pero sin prisas, sin recortar las ceremonias, o la acción de gracias privada después de la Santa Misa, por ejemplo. El decoro, calidad y belleza de los ornamentos litúrgicos y de los vasos sagrados expresan que es para Dios lo mejor que tenemos. La tibieza, la fe endeble y desamorada tienden a no tratar santamente las cosas santas, perdiendo de vista la gloria, el honor y la majestad que corresponden a la Trinidad Beatísima. “Contra los que atacan la riqueza de vasos sagrados, ornamentos y retablos, se oye la alabanza de Jesús: ‘Opus enim bonum operata est in me’ –una buena obra ha hecho conmigo” (S. Josemaría Escrivá, Camino).

III. Cuando nace Jesús, no dispone siquiera de la cuna de un niño pobre. Con sus discípulos, no tiene dónde reclinar su cabeza. Morirá desprendido de todo ropaje, en la pobreza más extrema; pero cuando su Cuerpo exánime es bajado de la Cruz y entregado a los que le quieren, éstos le tratan con veneración. En nuestros Sagrarios, Jesús esta ¡vivo! Se nos entrega para que nuestro amor lo cuide y lo atienda con lo mejor que podamos, y esto a costa de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestro esfuerzo: de nuestro amor. Pidamos a la Santísima Virgen que aprendamos a ser generosos con Dios, como Ella lo fue, en lo grande y en lo pequeño, en la juventud y en la madurez, en fin, lo mejor que tengamos en cada momento y en cada circunstancia de la vida.

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