Sábado 19 de febrero

Reflexión sobre el Evangelio

Contemplamos admirados esta manifestación de la gloria del Hijo de Dios a tres de sus discípulos. Desde la Encarnación, la Divinidad de Nuestro Señor estaba habitualmente oculta tras la Humanidad. Pero Cristo quiso manifestar precisamente a estos tres discípulos predilectos, que iban a ser columnas de la Iglesia, el resplandor de su gloria divina, con el fin de que cobraran alientos para seguir el difícil y áspero camino que les quedaba por recorrer, fijando la mirada en la meta gozosa que les esperaba al final. Por esta razón, como comenta San Tomás (cfr Suma Teológica, III, q. 45, a. 1), fue conveniente que Cristo manifestara la claridad de su gloria. Las circunstancias de la Transfiguración, inmediatamente después del primer anuncio de su Pasión, y de las palabras proféticas de que sus seguidores también tendrán que tomar su Cruz, nos hacen entender que «es preciso que entremos en el Reino de Dios a través de muchas tribulaciones» (Act 14,22).

Meditación

Los propósitos de la oración

I. En Cristo tiene lugar la plenitud de la Revelación. En su palabra y en su vida se contiene todo lo que Dios ha querido decir a la humanidad y a cada hombre. En Jesús encontramos todo lo que debemos saber acerca de nuestra propia existencia, en Él entendemos el sentido de nuestro vivir diario. En Cristo se nos ha dicho todo; a nosotros nos toca escucharle y seguir el consejo de Santa María: Haced lo que Él os diga (Juan 2, 5). Ésa es nuestra vida: oír lo que Jesús nos dice en la intimidad de la oración, en los consejos de la dirección espiritual y a través de los acontecimientos que Él manda o permite, y llevar a cabo lo que Él quiere de nosotros. A la oración hemos de ir a hablar con Dios, pero también a escuchar sus consejos, inspiraciones y deseos acerca de todos los aspectos de nuestra vida. Nuestra Madre nos enseña a escuchar a su Hijo, a considerar las cosas en nuestro corazón como Ella lo hacía.

II. A la oración sincera, con rectitud de intención, y sencilla, como habla un hijo con su padre, un amigo con su amigo, ‘están siempre atentos los oídos de Dios’. Él nos oye siempre, aunque en alguna ocasión tengamos la impresión de que no nos atiende. Y también nosotros debemos prestar atención a Jesús que nos habla en la intimidad de la oración. El Señor deja en el alma abundantes frutos, aunque a veces pasen inadvertidos. Procuremos rechazar cualquier distracción involuntaria, veamos qué debemos cuidar para mejorar ese rato de conversación con el Señor, y seguir el ejemplo de los santos, que perseveraron en su oración a pesar de las dificultades. Al hacer nuestra oración, siempre tenemos a nuestro Ángel Custodio a nuestro lado, para ayudarnos y llevar nuestras peticiones al Cielo. Examinemos si nosotros estamos atentos a lo que quiera el Señor decirnos en nuestro diálogo.

III. Los propósitos que sacamos de la oración deben estar bien determinados para que sean eficaces, para que se plasmen en realidades o, al menos, en el empeño por que así sea: “planes concretos, no de sábado a sábado, sino de hoy a mañana, y de ahora a luego” (S. Josemaría Escrivá, Surco). Los propósitos diarios y esos puntos de lucha bien determinados –el examen particular– nos llevarán de la mano hasta la santidad, si no dejamos de luchar con empeño. Con la ayuda de la Virgen podremos llevarlos a la práctica.

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