Miércoles 1 de junio

Meditación

San Justino, Mártir

I. En los comienzos, la fe prendió entre gentes de profesiones sencillas. En el siglo II hubo senadores cristianos, como Apolonio; altos magistrados, como el cónsul Liberal; y filósofos, como San Justino (cuya fiesta celebramos hoy) convertido a la fe cristiana entrado ya en años. Los cristianos no se separan de sus conciudadanos. Todos, cada uno en su lugar, supieron dar un testimonio sereno de Jesucristo, que fue la mejor apología de la fe.
San Justino sabe dar razón de la grandeza de la fe cristiana en comparación de todos los pensamientos e ideologías en boga: «Porque a Sócrates –señala– nadie le creyó hasta el punto de dar la vida por su doctrina; pero a Cristo no sólo le han creído filósofos y hombres cultos, sino también artesanos y gentes totalmente ignorantes, que han sabido despreciar la opinión del mundo, el miedo y hasta la muerte» (San Justino, Apología, II, 10). El propio Justino moriría más tarde atestiguando su fe. Esa misma firmeza nos pide el Señor a nosotros en cualquier situación en la que nos hallemos. También si alguna vez tenemos que enfrentarnos a un ambiente completamente adverso a la doctrina de Jesús.

II. En los momentos de persecución o de mayores tribulaciones, los cristianos seguían atrayendo a otros a la fe. Las mismas dificultades eran ocasión para un apostolado más intenso, avalado por la ejemplaridad y la fortaleza. Las palabras cobraban entonces una particular fuerza: la de la Cruz. Si somos de verdad fieles a Cristo es posible que encontremos dificultades de distinto género: desde la calumnia y la persecución abierta hasta ver que se nos cierra alguna puerta que debería permanecer abierta, el ser relegados a un trabajo menos preeminente, la ironía o el comentario superficial… No es el discípulo mayor que el Maestro (Mt 10, 24). La vida del cristiano y su sentido de la existencia –queramos o no– chocará con un mundo que ha puesto su corazón en los bienes materiales. Si en momentos de incomprensión, de calumnias…, seguimos firmes y constantes en el apostolado personal que como cristianos hemos de llevar a cabo, vendrán frutos a la Iglesia desde los lugares más lejanos; donde parecía imposible lograr ningún resultado. El apostolado es más eficaz cuando la Cruz se manifiesta con más claridad.

III. Ni las murmuraciones y calumnias, ni el mismo martirio, pudieron lograr que los cristianos se replegaran sobre sí mismos y se resignasen a separarse de los demás ciudadanos y a sentirse exiliados del propio medio social. Aun en los momentos más duros de la persecución, la presencia cristiana en el mundo fue viva y operante. Los cristianos defendieron su derecho a ser consecuentes con su fe: los intelectuales, como Justino, con sus escritos llenos de ciencia y de sentido común; las madres de familia lo harían con su conversación amable y con su ejemplo de vida… Y es en medio de este vendaval de la contradicción donde los cristianos vivieron con especial empeño el mandamiento nuevo de Jesús (Cfr. Jn 13, 34): «fue con amor como se abrieron paso en aquel mundo pagano y corrompido» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 172). Los cristianos no reaccionaron con rencor ante quienes de una forma u otra los maltrataban (Cfr. Didaché I, 1-2). Y como nuestros primeros hermanos en la fe, también nosotros hemos procurado siempre ahogar el mal en abundancia de bien (Cfr. Rm 12, 21).
Al terminar este rato de oración nos dirigimos a Nuestra Señora con una oración que los primeros cristianos recitaron muchas veces: Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no desprecies nuestras súplicas en las necesidades, antes bien líbranos de todo peligro, Virgen gloriosa y bendita.

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