Sábado 13 de agosto

Meditación

La bendición de los niños

I. Jesús amó tiernamente a los niños porque reúnen las cualidades que Él exige como condiciones indispensables para formar parte de su Reino. Al declarar que el Reino de los Cielos (Mt 19, 13-15) pertenece a los niños, en primer lugar, nos enseña, que hemos de tener gran cuidado en prepararlos y conducirlos a Él. Ante todo, deben ser bautizados cuanto antes, como repetidas veces, en todas las épocas (S. C. Para la doctrina de la fe, Instrucción sobre el bautismo de los niños), ha urgido Nuestra Madre la Iglesia, que desea tenerlos en su seno. Nos dice también el Señor que su Reino pertenece a quienes, como los niños, tienen una mirada limpia y un corazón puro, sin complicaciones, sencillo, sin pretensiones ni orgullo: ante Dios somos como niños pequeños, y así nos debemos comportar ante Él.

II. En su primera venida a la tierra en la Encarnación, el Hijo de Dios se nos presenta bajo la débil y frágil condición de un niño. Dios ha querido que nosotros, a imitación de su Hijo, nos comportemos como aquello que somos, hijos débiles, que necesitan continuamente su ayuda: éste es uno de los puntos centrales de nuestra fe. Para ser como niños se requiere en primer lugar, una firme voluntad de comportarse como hijos de Dios, dóciles a su Voluntad, con pureza de mente y de cuerpo, humilde y sencillo de espíritu. Hacernos como niños en la vida espiritual es un querer expreso del Señor que nos lleva a aceptar con corazón alegre y agradecido todo cuanto la vida quiera ofrecernos, lo dulce y lo amargo, como enviado, o permitido, por quien es infinitamente sabio, por quien más nos quiere, nuestro Padre Dios. La verdadera infancia espiritual lleva consigo madurez en la mente: visión sobrenatural, ponderación de los acontecimientos a la luz de la fe con la asistencia de los dones del Espíritu Santo, sencillez y descomplicación, que lleva a ocuparse totalmente en la gloria de Dios.

III. Nuestra piedad debe ser filial, llena de amor. Hacerse como niños, la vida de infancia, es un camino espiritual que exige la virtud sobrenatural de la fortaleza para vencer la tendencia al orgullo y a la autosuficiencia que conduce –al ver los propios fracasos–, al desaliento, a la aridez y a la soledad. En cambio, la piedad filial fortalece la esperanza, la certeza de llegar a la meta, y da la paz y la alegría en esta vida porque sabemos que el Señor jamás nos abandona. Pidamos a Nuestra Madre, que nos lleve siempre de la mano como a niños pequeños por los caminos de la vida.

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