Jueves 8 de septiembre

Meditación

Natividad de la Santísima Virgen María.

I. Celebremos con alegría el nacimiento de María, la Virgen: de Ella salió el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios (Antífona de entrada). La Liturgia de la Misa de hoy aplica a la Virgen recién nacida el pasaje de la Carta a los romanos en el que San Pablo describe la misericordia divina que elige a los hombres para un destino eterno (Rm 8, 28-30): María, desde la eternidad, es predestinada por la Trinidad Beatísima para ser la Madre de su Hijo. Para este fin fue adornada de todas las gracias: «El alma de María fue la más bella que Dios crió, de tal manera que, después de la encarnación del Verbo, ésta fue la obra mayor y más digna que el Omnipotente llevó a cabo en este mundo» (San Alfonso Ma. De Ligorio, Las glorias de María). La inmensa gracia de María fue suficiente y proporcionada a la singular dignidad a la que Dios la había llamado desde la eternidad. Fue tan grande María en santidad y belleza, expone San Bernardo, que no convenía que Dios tuviese otra Madre, ni convenía tampoco que María tuviese otro Hijo que Dios. Recordemos hoy también nosotros que hemos recibido de Dios una llamada a la santidad, a cumplir una misión concreta en el mundo. Además de la alegría de contemplar la plenitud de gracia y la belleza de Nuestra Señora, también debemos pensar que Dios nos da a cada uno las gracias necesarias y suficientes, sin que falte una, para llevar a cabo nuestra vocación específica en medio del mundo.

II. La fiesta de hoy nos lleva a mirar con hondo respeto la concepción y el nacimiento de todo ser humano, a quien Dios le ha dado el cuerpo a través de los padres y le ha infundido un alma inmortal e irrepetible, creada directamente por Él en el momento de la concepción. «La gran alegría que como fieles experimentamos por el nacimiento de la Madre de Dios (…) comporta a la vez, para todos nosotros, una gran exigencia: debemos sentirnos felices por principio cuando en el seno de una madre se forma un niño y cuando ve la luz del mundo. Incluso cuando el recién nacido exige dificultades, renuncias, limitaciones, gravámenes, deberá ser siempre acogido y sentirse protegido por el amor de sus padres» (Juan Pablo II, Ángelus en Liechtenstein). Todo ser humano concebido está llamado a ser hijo de Dios, a darle gloria y a un destino eterno y feliz. Dios Padre, al contemplar a María recién nacida, se alegró con una alegría infinita al ver a una criatura humana sin el pecado de origen, llena de gracia, purísima, destinada a ser la Madre de su Hijo para siempre. Aunque Dios concedió a Joaquín y a Ana una alegría muy particular, como participación de la gracia derramada sobre su Hija, ¿qué hubieran sentido si, al menos de lejos, hubieran vislumbrado el destino de aquella criatura, que vino al mundo como las demás? En otro orden, tampoco nosotros podemos sospechar la eficacia inconmensurable de nuestro paso por la tierra si somos fieles a las gracias recibidas para llevar a cabo nuestra propia vocación, otorgada por Dios desde la eternidad.

III. Después de su natividad, durante muchos años, la Virgen pasa inadvertida. Externamente, apenas se diferencia de los demás. Tenía voluntad, quería, amaba con una intensidad difícil de comprender para nosotros, con un amor que en todo se ajustaba al amor de Dios. Al contemplar su vida normal, Nuestra Señora nos enseña a nosotros a obrar de tal modo que sepamos hacer lo de todos los días de cara a Dios: a servir a los demás sin ruido, sin hacer valer constantemente los propios derechos o los privilegios que nosotros mismos nos hemos otorgado, a terminar bien el trabajo que tenemos entre manos… Si imitamos a Nuestra Madre, aprenderemos a valorar lo pequeño de los días iguales, a darle sentido sobrenatural a nuestros actos, que quizá nadie ve: limpiar unos muebles, corregir unos datos en el ordenador, arreglar la cama de un enfermo… Estas pequeñas cosas, hechas con amor, atraen la misericordia divina y aumentan de continuo la gracia santificante en el alma. María es el ejemplo acabado de esta entrega diaria, «que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda al Señor» (Juan Pablo II, Discurso al Congreso Mariano Internacional de Zaragoza).

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