Domingo 8 de enero

Meditación

La epifanía del Señor

I. En la Epifanía (que quiere decir ‘manifestación’) la Iglesia conmemora la primera manifestación del Hijo de Dios hecho Hombre al mundo pagano, que tuvo lugar con la adoración de los Magos. La fiesta proclama el alcance universal de la misión de Cristo, que viene al mundo para cumplir las promesas hechas a Israel y llevar a cabo la salvación de todos los hombres. Es por ello que la luz de Belén brilla para todos los hombres y su fulgor se divisa en toda la tierra. Jesús, apenas nacido, «comenzó a comunicar su luz y sus riquezas al mundo, trayendo tras sí con su estrella a hombres de tan lejanas tierras» (Luis de Granada). En esta fiesta –una de las más antiguas– celebramos la universalidad de la Redención. Los habitantes de Jerusalén que aquel día vieron llegar a estos personajes por la ruta del Oriente bien podrían haber entendido el anuncio del Profeta Isaías, que hoy leemos en la Primera lectura de la Misa: Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz, la gloria del Señor amanece sobre ti. Mira: las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti; y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes, al resplandor de tu aurora. Levanta la vista en torno, mira: todos esos se han reunido, vienen a ti: tus hijos llegan de lejos (Is 60, 1-6).

Los Magos, en quienes están representadas todas las razas, naciones y culturas, han llegado al final de su largo camino. Son hombres con sed de Dios que dejaron a un lado comodidad, bienes terrenos y satisfacciones personales para adorar al Señor Dios. Se dejaron guiar por un signo externo, una estrella que quizá brillaba con distinto fulgor, «más clara y más brillante que las demás, y tal, que atraía los ojos y los corazones de cuantos la contemplaban, para mostrar que no podía carecer de significado una cosa tan maravillosa» (S. León Magno). Eran hombres dedicados al estudio del cielo, acostumbrados a buscar en él signos. Hemos visto su estrella, dicen, y venimos a buscar al rey de los judíos. Quizá había llegado hasta ellos la esperanza mesiánica de los judíos de la diáspora, pero debemos pensar que fueron iluminados a la vez por una gracia interior dada por Dios que les puso en camino. El que los guio –comenta San Bernardo–, también los ha instruido, y el mismo que les advirtió externamente mediante una estrella, los iluminó en lo íntimo del corazón (S. Bernardo). La fiesta de estos Santos, que correspondieron a la gracia que Dios otorga, es una oportunidad para que pensemos si realmente nuestra vida es para nosotros un camino que se dirige hacia un encuentro con Jesús, y para que examinemos si correspondemos a la gracia que recibimos del Espíritu Santo en todo momento, de modo particular al don inmenso de la vocación a la santidad.

II. Llegaron a Jerusalén y quizá pensaban que aquél era el final del viaje, pero en la ciudad no encuentran al nacido rey de los judíos. Como se trata de buscar a un rey se dirigieron al palacio de Herodes lo que parece humanamente lo más lógico; pero los caminos de los hombres, frecuentemente, no son los caminos de Dios. Esto, pues Dios, cuando de verdad se le quiere encontrar, sale al paso y nos señala la ruta, incluso a través de los medios que podrían parecer menos aptos.

¿Dónde está el nacido rey de los judíos? (Mt 2, 2). Y nosotros que, como los Magos, nos hemos puesto en camino muchas veces en busca de Cristo, al preguntarnos dónde está, nos damos cuenta de que «no puede estar en la soberbia que nos separa de Dios, no puede estar en la falta de caridad que nos aísla. Ahí no puede estar Cristo; ahí el hombre se queda solo» (S. Josemaría Escrivá).

En estos hombres llamados a adorarlo en el Niño en el que ha encarnado reconocemos a toda la humanidad: la del pasado, la de nuestros días y la que vendrá. En estos Magos nos reconocemos a nosotros mismos, que nos encaminamos a Cristo a través de nuestra vida, de la fidelidad diaria de cada día; por ello, la estrella que nos guía es triple: la Sagrada Escritura, que hemos de conocer bien; una estrella, que está siempre arriba para que la miremos y encontremos la justa dirección, que es María Madre; y una estrella interior, personal, que son las gracias y dones del Espíritu Santo (S. Buenaventura). Con esta ayuda encontraremos en todo momento el sendero que conduce hasta Jesús que nos revela al Padre.

Es el Señor el que ha puesto en nuestro corazón el deseo de buscarlo: No son ustedes quienes me han elegido, sino que Yo los elegí (Jn 15, 16). Su llamada es la que nos hace encontrarlo en el Evangelio, en Santa María, en la oración tanto vocal como mental, en los sacramentos, y de modo más pleno en la Eucaristía, donde nos espera siempre.

Dentro de un tiempo, solo Dios sabe cuánto, la estrella que hemos seguido en esta vida brillará perpetuamente sobre nosotros; y encontraremos a Jesús sentado en un trono, a la diestra de Dios Padre y envuelto en la plenitud de su poder y de su gloria, y, muy cerca, su Madre. Entonces será la perfecta epifanía, la radiante manifestación del Hijo de Dios.

III. La Epifanía mueve a renovar el espíritu misionero que, como discípulos suyos, Jesús ha puesto en nuestro corazón. Esta fiesta es vista como la primera manifestación de Cristo a todos los pueblos. «Con el nacimiento de Jesús se ha encendido una estrella en el mundo, se ha encendido una vocación luminosa; caravanas de pueblos se ponen en camino (cfr. Is 60, 1 ss); se abren nuevos senderos sobre la tierra; caminos que llegan, y, por lo mismo, caminos que parten. Cristo es el centro. Más aún, Cristo es el corazón» (Pablo VI). La fiesta de hoy nos recuerda una vez más que hemos de llevar a Cristo y darlo a conocer en la sociedad, a través del ejemplo y de la palabra, como lo piden nuestros Obispos en Aparecida “como pastores que queremos seguir impulsando la acción evangelizadora de la Iglesia, llamada a hacer de todos sus miembros discípulos y misioneros de Cristo, Camino, Verdad y Vida, para que nuestros pueblos tengan vida en Él”.

En nuestro corazón resuena la invitación que años más tarde dirigirá el Señor a quienes le siguen: Id, pues, enseñad a todas las gentes (Mt 28, 19). No importa que nuestros familiares, amigos o compañeros se encuentren lejos. La gracia de Dios es más poderosa y, con su ayuda, podemos lograr que se unan a nosotros para adorar a Jesús.

No nos acerquemos hoy a Jesús con las manos vacías. Él no tiene necesidad de nuestros dones, pues es el Dueño de todo cuanto existe, pero desea la generosidad de nuestro corazón para que así se agrande y pueda recibir más gracias y bienes. Hoy ponemos a su disposición el oro puro de la caridad: al menos, el deseo de quererle más, de tratar mejor a todos; el incienso de las oraciones y de las buenas obras convertidas en oración; la mirra de nuestros sacrificios que, unidos al Sacrificio de la Cruz, renovado en la Santa Misa, nos convierte en corredentores con Él.

Supliquemos que nos enseñen los Reyes, porque son santos, el camino para encontrar a Jesús, nuestro salvador, y fuerzas y humildad para no desfallecer en esta empresa, que es la que más importa. Y he aquí que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el Niño. Al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría (Mt 2, 9-10). Es la alegría incomparable de encontrar a Dios, al que se ha buscado por todos los medios, con todas las fuerzas del alma.

Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y postrándose le adoraron; luego abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra (Mt 2, 11). Eran dones muy apreciados en Oriente. Y ese mismo Niño que ha aceptado los regalos de los Magos sigue siendo siempre Aquel ante el cual todos los hombres y pueblos «abren sus cofres», es decir, sus tesoros. «En este acto de apertura ante el Dios encarnado, los dones del espíritu humano adquieren un valor especial» (Juan Pablo II). Todo adquiere un valor nuevo cuando se ofrece a Dios.

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