Meditación
Presentación del Señor
I. De pronto, entrará en el santuario el Señor a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis: miradlo entrar… (Mal 3, 1). Jesús llega al Templo en los brazos de María para ser presentado al Señor, como mandaba la Ley judía. Después de la circuncisión había que cumplir dos ceremonias, según mandaba la Ley: el hijo primogénito debía ser presentado al Señor y después rescatado; la madre debía purificarse de la impureza legal contraída (cfr. Ex 13, 2; 12-13. Lev 12, 2-8). Nuestra Señora preparó su corazón, como sólo Ella podía hacerlo, para presentar a su Hijo a Dios Padre y ofrecerse Ella misma con Él. Al hacerlo, renovaba su ‘fiat’, su hágase, y ponía una vez más su propia vida en las manos de Dios. Jesús fue presentado a su Padre en las manos de María. Nunca se hizo una oblación semejante en aquel Templo y nunca se volvería a ofrecer. La siguiente ofrenda la hará el mismo Jesús, fuera de la ciudad, en el Calvario. La fiesta de hoy nos invita a entregar al Señor, una vez más, nuestra vida, pensamientos, obras…, todo nuestro ser; ofrecimiento de lo menudo de todos los días y de los acontecimientos importantes, cuando éstos lleguen. Y podemos hacer esta entrega de muchas maneras. Comenta san Alfonso María de Ligorio: «También yo quisiera en este día, Reina mía, a ejemplo vuestro, ofrecer a Dios mi pobre corazón (…). Ofrecedme como cosa vuestra al Eterno Padre, en unión con Jesús, y rogadle que, por los méritos de su Hijo, y en gracia vuestra, me acepte y tome por suyo» (Las glorias de María, II, 6, en Obras ascéticas).
II. María y José presentaron como simbólico rescate la ofrenda de los pobres: un par de tórtolas. Y allí les salió al encuentro el anciano Simeón, hombre justo, que esperaba la consolación de Israel. Simeón tomó al Niño en brazos y bendijo a Dios pronunciando un verdadero canto de alegría. Toda su existencia había consistido en una ardiente espera del Mesías. San Bernardo, en un sermón para esta fiesta, nos habla de una costumbre de antiquísima tradición: la procesión de los cirios encendidos. «Hoy –nos dice el Santo–, la Virgen María lleva al templo del Señor al Señor del templo. También José presenta a Dios no su hijo, sino el Hijo amado y predilecto de Dios; y también Ana, la viuda, lo proclama. Estos cuatro celebraron la primera procesión, que después ha de continuarse con gozo en todos los rincones de la tierra y por todas las naciones» (Sermón en la Purificación de Santa María, I, 1).
La liturgia de esta fiesta ha querido poner de manifiesto en la vida del cristiano cómo Sus padres se maravillaron de lo que se decía de Él. María, que guardaba en su corazón el mensaje del ángel y de los pastores, escucha admirada la profecía de Simeón acerca de la misión universal de su Hijo: aquel Niño pequeño que sostiene en sus brazos es la Luz enviada por Dios Padre para iluminar a las naciones: es la gloria de su pueblo. También nuestra participación en la misión de Cristo recibida en el Bautismo está estrechamente enlazada con nuestra entrega personal. La fiesta de hoy es una invitación a darnos sin medida, a «arder delante de Dios como esa luz, que se pone sobre el candelero, para iluminar a los hombres que andan en tinieblas; como esas lamparillas que se queman junto al altar, y se consumen alumbrando hasta gastarse» (S. Josemaría Escrivá, Forja, n. 44). ¿Es así nuestra entrega al Señor?, ¿sin condiciones?, ¿sin límites? Señor, le decimos, mi vida es para Ti; no la quiero si no es para gastarla cerca de tu Vida.
III. Simeón bendijo a los padres, y dijo a María, su madre: Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos de Israel, y para signo de contradicción –y a tu misma alma la traspasará una espada–, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 34-35). Jesús trae la salvación para todos los hombres; sin embargo, para algunos será signo de contradicción, porque se obstinan en rechazarlo. «Los tiempos que vivimos confirman, con particular fuerza, la verdad contenida en las palabras de Simeón. Jesús es luz que ilumina a los hombres y, al mismo tiempo, signo de contradicción. Y si ahora (…) Jesucristo se revela de nuevo a los hombres como luz del mundo, ¿no se ha convertido, hoy más que nunca, en ese signo al que los hombres se oponen?» (K. Wojtyla, Signo de contradicción). Él no pasa nunca indiferente por el camino de los hombres, no pasa indiferente ahora, en este tiempo, por nuestra vida. Por eso le pedimos que sea nuestra Luz y nuestra Esperanza. Las palabras que Simeón dirige luego a María anuncian que Ella habría de estar unida íntimamente a la obra redentora de su Hijo. La espada de que habla Simeón expresa la participación de María en los sufrimientos del Hijo; es un dolor inenarrable, que traspasa el alma. El Señor sufrió en la Cruz por nuestros pecados; también son los pecados de cada uno de nosotros los que han forjado la espada de dolor de nuestra Madre. Por tanto, tenemos un deber de desagravio no sólo con Jesús, sino también con su Madre, que es también Madre nuestra.