Domingo 12 de febrero

Meditación

Firmes en la fe

I. El Señor no viene a destruir la Antigua Ley, sino a darle su plenitud; restaura, perfecciona y eleva a un orden más alto los preceptos del Antiguo Testamento. La doctrina de Jesús tiene un valor perenne para los hombres de todos los tiempos y es ‘fuente de verdad salvadora y de toda norma de conducta’ (Concilio Vaticano II, Const. Dei verbum). Es un tesoro que cada generación recibe de manos de la Iglesia, quien lo guarda fielmente con la asistencia del Espíritu Santo y lo expone con autoridad. La guarda fiel de las verdades de la fe es requisito para la salvación de los hombres. ¿Quién se atreve a interpretar a su gusto, cambiar o acomodar la Palabra divina? ‘El Credo no cambia, no se deshace, no envejece’ (Pablo VI, Audiencia general) Es la columna firme en la que no podemos ceder, ni siquiera en lo pequeño, aunque por temperamento estemos inclinados a transigir. Anunciar la verdad es frecuentemente el mayor bien que podemos hacer a quienes nos rodean.

II. Debemos conocer bien este conjunto de verdades y de preceptos que constituyen el depósito de la fe, pues es el tesoro que el Señor, a través de la Iglesia, nos entrega para que podamos alcanzar la salvación. Esta riqueza de verdades se protege especialmente con la piedad (oración y sacramentos), con una seria formación doctrinal, y también ejercitando la prudencia en las lecturas. La fe es nuestro mayor tesoro; nada vale en comparación de la fe. Debemos velar por nosotros mismos y por todos, pero de modo particular por aquellos que de alguna manera el Señor nos ha encomendado: hijos, alumnos, hermanos y amigos.

III. Todo el mundo considera razonable, por ejemplo, que en una cátedra de física se recomienden determinados textos, se desaconseje el estudio de otros, y se declare inútil y aún perjudicial la lectura de una publicación concreta para quien de verdad está interesado en adquirir una seria formación científica. En cambio no faltan quienes se asombren de que la Iglesia reafirme su doctrina sobre la necesidad de evitar aquellas lecturas que sean dañinas para la fe o la moral, y ejerza su derecho y su deber de examinar, juzgar y, en casos extremos, reprobar los libros contrarios a la verdad religiosa. La raíz de ese asombro podría encontrarse en una cierta deformación del sentido de la verdad, que admitiría un magisterio en el campo científico, mientras que considera que en las verdades religiosas sólo cabe dar opiniones más o menos fundadas. La prudencia en las lecturas es manifestación de fidelidad a Cristo. Pidámosle a la Virgen, Asiento de la Sabiduría, que nos enseñe a amar más el tesoro de nuestra fe.

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