Domingo 6 de febrero

Reflexión sobre el Evangelio

«¡Como hoy! ¿No lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros –sin culpa de su parte– no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor» (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 260).

Meditación

Las virtudes de san José
(2do Domingo de san José)

I. En este segundo domingo dedicado a San José podemos contemplar las virtudes por las cuales el Santo Patriarca es modelo para todos nosotros. La alabanza y la definición que San Mateo hace de él es: José, su esposo, como era justo… (Mt 1, 18). El concepto de justo en el Antiguo Testamento es el mismo que el Evangelio expresa con el término de santo. Justo es el que tiene el corazón puro y es recto en sus intenciones, es el que en su conducta observa todo lo prescrito con relación a Dios, al prójimo y a sí mismo (J. Dehilly, Diccionario bíblico). José fue justo en todas las acepciones de la palabra; en él se dieron en plenitud todas las virtudes, en una vida sencilla, sin relieve humano especial. Al considerar sus virtudes, ocultas en ocasiones a los ojos de los hombres, pero resplandecientes siempre a los ojos de Dios, hemos de tener en cuenta que a veces no son valoradas por aquellos que sólo viven en la superficie de las cosas y de los acontecimientos; de los que se preocupan por lo que parecen y no piensan qué es lo que deben ser. Nuestra vida, como la de San José, consiste en buscar a Dios en el quehacer diario, encontrarle, amarle y alegrarnos en Su amor.

II. La primera virtud que se manifiesta en San José es la humildad, al descubrir la grandeza de su vocación y su propia poquedad. Nosotros como él, debemos mirar los acontecimientos a la luz de la propia vocación, vivida en su más plena radicalidad (Juan Pablo II, Exhor. Apost. Christifideles laici), y admirarnos una y otra vez ante tanto don de Dios y agradecer la bondad del Señor que nos llama a trabajar en su viña. Y porque fue humilde, la fe de José se mantuvo siempre firme. La palabra de Dios transmitida por el Ángel le esclarece la concepción virginal del Salvador, y José creyó con sencillez de corazón. Más tarde, su fe se puso nuevamente a prueba con su pobreza, cuando no puede ofrecer un lugar digno para el nacimiento del Hijo del Altísimo; o cuando tuvo que huir precipitadamente a Egipto. ¡Cuántas veces nuestra fe habrá de reafirmarse ante acontecimientos que no entendemos! La esperanza de San José se puso de manifiesto en su anhelo creciente ante la llegada del Redentor, que había de estar a su cuidado. Su amor a Jesús y a María, alimentado por la fe y la esperanza, creció de día en día. Nadie les quiso tanto como él.

III. Los innumerables dones que recibió San José para cumplir la misión recibida de Dios y su perfecta correspondencia hicieron del Santo Patriarca un hombre lleno de virtudes humanas y sobrenaturales. «Yo me lo imagino joven, fuerte, quizás con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la energía humana» (S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 40). Su santidad se traslucía en su hombría de bien delante de los hombres. Un hombre del que los demás se podían fiar, leal con los amigos y clientes, capaz en su trabajo, agradable y cordial en el trato, alegre y con un corazón puro e irreprochable. Y siempre con un oído dispuesto para captar el querer divino y llevarlo a cabo. Pidámosle que nos ayude a imitarlo.

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