Meditación
La natividad de san Juan Bautista
I. Hace notar San Agustín que «la Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado, y él es el único cuyo nacimiento festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo» (Liturgia de las horas, Segunda lectura). Es el último Profeta del Antiguo Testamento y el primero que señala al Mesías. Su nacimiento viene a ser la línea divisoria entre los dos Testamentos. Su predicación es el comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios (Cfr. Mc 1, 1). Los cuatro Evangelistas no dudan en aplicar a Juan el bellísimo oráculo de Isaías: He aquí que yo envío a mi mensajero, para que te preceda y prepare el camino. Voz que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas (Mc 1, 2). El Señor, antes de su venida, había de tener su heraldo en la persona del Precursor, que iría delante de Él, preparando los corazones a los que había de llegar el Redentor (Cfr. L. CL. Fillion, Vida de Nuestro Señor Jesucristo).
Contemplando hoy, en la Solemnidad de su nacimiento, la gran figura del Bautista que tan fielmente llevó a cabo su cometido, podemos pensar nosotros si también allanamos el camino al Señor para que entre en las almas de amigos y parientes que aún están lejos de Él, para que se den más los que ya están próximos. Somos los cristianos como heraldos de Cristo en el mundo de hoy.
II. La misión de Juan se caracteriza sobre todo por ser el Precursor, el que anuncia a otro: vino como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. El anuncio dado por el Precursor llamaba a la penitencia. Semejantes palabras, acompañadas de su vida ejemplar, causaron una gran impresión en toda la comarca, y pronto se rodeó de un numeroso grupo de discípulos, dispuestos a oír sus enseñanzas. En la primera lectura de la Misa (Is 49, 1-6) la liturgia aplica al Bautista las palabras del Profeta: Hizo de mi boca una espada afilada, me escondió en la sombra de su mano, me hizo flecha bruñida, me guardó en su aljaba. Es la misma misión de Juan la que el Señor nos encomienda ahora, en nuestros días: preparar los caminos, ser sus heraldos, los que le anuncian a otros corazones. La coherencia entre la doctrina y la conducta es la mejor prueba de la convicción y de la validez de lo que proclamamos; es, en muchas ocasiones, la condición imprescindible para hablar de Dios a las gentes.
III. La misión del heraldo es desaparecer, quedar en segundo plano, cuando llega el que es anunciado. «Tengo para mí –señala San Juan Crisóstomo– que por esto fue permitida cuanto antes la muerte de Juan, para que, desaparecido él, todo el fervor de la multitud se dirigiese hacia Cristo en vez de repartirse entre los dos» (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, 29, 1). Un error grave de cualquier precursor sería dejar, aunque fuera por poco tiempo, que lo confundieran con aquel que se espera. Cuando los judíos fueron a decir a los discípulos de Juan que Jesús reclutaba más discípulos que su maestro, fueron a quejarse al Bautista, quien les respondió: Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él… Es necesario que Él crezca y que yo disminuya (Cfr. Jn 3, 27-30). Ésta es la tarea de nuestra vida: que Cristo llene nuestro vivir. Entonces nuestro gozo no tendrá límites. En la medida en que Cristo, por el conocimiento y el amor, penetre más y más en nuestras pobres vidas, nuestra alegría será incontenible.
Pidámosle al Señor, con el poeta: «Que yo sea como una flauta de caña, simple y hueca, donde sólo suenes tú. Ser, nada más, la voz de otro que clama en el desierto». Ser tu voz, Señor, en medio del mundo, en el ambiente y en el lugar en el que has querido que transcurra mi existencia.