Meditación
La asunción de la santa María Virgen
I. El Apóstol San Juan, que seguramente fue testigo del tránsito de María –el Señor se la había confiado, y no iba a estar ausente en esos momentos…–, nada nos dice en su Evangelio de los últimos instantes de Nuestra Madre aquí en la tierra. El que con tanta claridad y fuerza nos habló de la muerte de Jesús en el Gólgota calla cuando se trata de Aquella de quien cuidó como a su madre y como a la Madre de Jesús y de todos los hombres (M. D. Philippe, Misterio de María). Exteriormente, debió de ser como un dulce sueño: «salió de este mundo en estado de vigilia», dice un antiguo escritor (San Germán de Constantinopla, Homilías sobre la Virgen), en plenitud de amor. «Terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Pío XII, Const. Munificentissimus Deus). Allí la esperaba su Hijo, Jesús, con su cuerpo glorioso, como Ella lo había contemplado después de la Resurrección. Con su divino poder, Dios asistió la integridad del cuerpo de María y no permitió en él la más pequeña alteración, manteniendo una perfecta unidad y completa armonía del mismo. Con frecuencia, la piedad popular y el arte mariano han representado a la Virgen, en este misterio, llevada por los ángeles y aureolada de nubes. En el caso de Nuestra Señora, todo lo que podamos imaginar es bien poco. Nada, en comparación a como debió de suceder en la realidad. Un día, si somos fieles, contemplaremos a Jesús y a Santa María, a quienes tantas veces hemos invocado en esta vida.
II. Hoy ha sido llevada al Cielo la Virgen, Madre de Dios; Ella es figura y primicia de la Iglesia que un día será glorificada; Ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra (Misal Romano, Prefacio en la fiesta de la Asunción). ¡Qué seguridad, qué alegría posee el alma que en toda circunstancia se dirige a la Santísima Virgen con la sencillez y la confianza de un hijo con su madre! «Como un instrumento dócil en manos del Dios excelso escribe un Padre de la Iglesia, así desearía yo estar sujeto a la Virgen Madre, íntegramente dedicado a su servicio. Concédemelo, Jesús, Dios e Hijo del hombre, Señor de todas las cosas e Hijo de tu Esclava (…). Haz que yo sirva a tu Madre de modo que Tú me reconozcas por servidor; que Ella sea mi soberana en la tierra de modo que Tú seas mi Señor por toda la eternidad» (San Ildefonso de Toledo, Libro sobre la virginidad perpetua de Santa María). Pero hemos de examinar cómo es nuestro trato diario con Ella. ¿Cuánta devoción le hemos manifestado durante nuestra jornada, de la mañana a la noche? El ángelus, el Santo Rosario, las tres Avemarías de la noche…
III. Dichoso el vientre de María, la Virgen, que llevó al Hijo del eterno Padre (Antífona de comunión de la Misa vespertina de la Vigilia). La Asunción de María es un precioso anticipo de nuestra resurrección y se funda en la resurrección de Cristo, que reformará nuestro cuerpo corruptible conformándolo a su cuerpo glorioso. Por eso nos recuerda también San Pablo en la Segunda lectura de la Misa: si la muerte llegó por un hombre (por el pecado de Adán), también por un hombre, Cristo, ha venido la resurrección. Por Él, todos volverán a la vida, pero cada uno a su tiempo: primero Cristo como primicia; después, cuando Él vuelva, todos los cristianos; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino. La Solemnidad de hoy nos llena de confianza en nuestras peticiones. «Subió al Cielo nuestra Abogada, para que, como Madre del Juez y Madre de Misericordia, tratara los negocios de nuestra salvación» (San Bernardo, Homilía en la Asunción de la B. Virgen María). Ella alienta continuamente nuestra esperanza.