Meditación
La tierra buena
I. Cristo continuamente extiende su reinado de paz y de amor en las almas, contando con la libertad y la personal correspondencia de cada uno. Dios se encuentra en las almas con situaciones tan diversas como distintos son los terrenos que reciben idéntica semilla. Como la semilla que no alcanza a dar fruto porque cae en tierra mala, hay almas que están endurecidas por la falta de arrepentimiento de sus pecados y por lo tanto no pueden recibir a Dios que las visita. El demonio encuentra en estas almas el terreno apropiado para lograr que la semilla quede infecunda. Por el contrario, el alma que a pesar de sus flaquezas, se arrepiente una y otra vez, y procura evitar las ocasiones de pecar y recomienza cuantas veces sea necesario, atraerá por su humildad, la misericordia divina.
II. Muchas almas, a la hora de la prueba sucumben porque han basado su seguimiento a Cristo en el sentimiento y no en una vida de oración, capaz de resistir los momentos difíciles, las pruebas de la vida y las épocas de aridez. ¡Cuántos buenos propósitos han naufragado cuando el camino de la vida interior ha dejado de ser llano y placentero! Estas almas buscaban más su contento y la satisfacción propia que a Dios mismo. Sólo conseguiremos buscar a “Jesús por Jesús” con la fidelidad a la oración diaria y una vida mortificada, y el deseo firme de subir hasta la cima donde está Cristo, aunque el camino no sea llano y sombreado. La oración y la mortificación preparan el alma para recibir la buena semilla y dar fruto. Sin ellas, la vida queda infecunda.
III. Todos podemos dar buenos frutos para Dios, pues Él siembra constantemente la semilla de su gracia. La eficacia depende de nuestras disposiciones. Tres son las características que el Señor señala en la tierra buena: oír con un corazón contrito, humilde, los requerimientos divinos; esforzarse para que –con la oración y la mortificación– esas exigencias calen en el alma; y por último, comenzar y recomenzar, sin desanimarse si los frutos tardan en llegar, si nos damos cuenta de que los defectos no acaban de desaparecer a pesar de los años y del empeño en desarraigarlos. Si queremos y somos dóciles, el Señor está dispuesto a cambiar en nosotros todo lo que sea necesario para transformarnos en tierra buena y fértil. Lo importante es ir a Él una y otra vez, con humildad, sin querer separarnos jamás de su lado, aunque parezca que no cosechamos los frutos deseados. Si se lo pedimos, Nuestra Madre nos ayudará a dar muchos frutos de amor a su Hijo.