Domingo 23 de octubre

Meditación

La oración verdadera

I. La oración es, de nuevo, en este domingo, el tema del Evangelio de la Misa (Lc 18, 9-14). En sus enseñanzas, de lo que tal vez más nos habla el Señor –junto a la fe y a la caridad– es de la oración. De muchas maneras nos dice que la oración nos es absolutamente necesaria para seguirle y para cualquier obra que permanezca más allá de esta vida pasajera. Sin oración no podríamos seguir a Cristo en medio del mundo. “Sabemos bien que la fidelidad a la oración o su abandono son la prueba de la vitalidad o de la decadencia de la vida religiosa, del apostolado y de la fidelidad cristiana” (Juan Pablo II, Alocución). Nada vale la pena, ni siquiera el apostolado más extraordinario que se pudiera imaginar, si se hiciera a costa de nuestro trato con el Señor, pues al final todo resultaría estéril porque habríamos llevado una obra puramente humana, en la que, quizá inconscientemente, nos habríamos buscado a nosotros mismos, y no al Señor.

II. En el Evangelio de la Misa distinguimos la piedad auténtica de la falsa. El Señor nos habla de dos personajes bien conocidos por los oyentes: Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo no habla con Dios, sino consigo mismo. No hay amor ni humildad en su oración. Se compara con los demás, está satisfecho porque se considera más justo y es mejor cumplidor de la Ley. En cambio, el publicano se queda lejos, no se atreve a levantar la mirada, su oración es humilde, confiada, atenta –con la mente fija en la Persona a quien habla. Huyamos en la oración de autosuficiencia, de la complacencia en los aparentes o posibles frutos en el apostolado, en la propia lucha ascética… y también de las actitudes pesimistas y negativas, que reflejan falta de confianza en Dios. La oración es siempre tiempo de alegría, de confianza y de paz.

III. Preparemos con especial esmero el rato que dedicamos a la oración, “estando a solas con quien sabemos que nos ama” (Santa Teresa, Vida), pues de ahí hemos de sacar fuerzas para santificar nuestro quehacer diario, para convertir en gracia las contrariedades diarias y vencer todas las dificultades. Comenzamos con un acto de presencia de Dios, en el que nos recogemos interiormente y nos ponemos ante su mirada. Le miramos y nos mira. Él nos entiende y nosotros le entendemos. Le pedimos y Él nos pide. No existe tiempo mejor ganado que aquel que hemos “perdido” junto al Señor. Pidamos ayuda a Nuestra Señora para que nos enseñe a tratar a su Hijo como Ella lo trató.

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