Viernes 28 de octubre

Meditación

San Simón y san Judas, apóstoles

I. El Señor, que no tenía necesidad de que nadie diera testimonio de Él (Jn 2, 25), quiso, sin embargo, elegir a los Apóstoles para que fueran compañeros en su vida y continuadores de su obra después de su muerte. No eran estos discípulos de la clase influyente de Israel ni del grupo sacerdotal de Jerusalén. No eran filósofos, sino gentes sencillas. Eran también muy diferentes entre sí; sin embargo, todos manifiestan una fe, un mensaje… No debe sorprendernos que nos hayan llegado tan pocas noticias de la mayoría de ellos, pues lo que les importaba era dar un testimonio cierto sobre Jesús y la doctrina que de Él recibieron: son el «sobre», cuya única misión es la de trasmitir el papel donde va escrito el mensaje, en imagen alguna vez utilizada por san Josemaría Escrivá para hablar de la humildad, de sentirse sólo instrumentos delante del Señor: lo importante es el mensaje, no el sobre.

De los dos grandes Apóstoles, Simón y Judas Tadeo, cuya fiesta celebramos hoy, apenas nos han llegado unas pocas noticias: de Simón sólo sabemos con certeza que fue elegido expresamente por el Señor para formar parte de los Doce; de Judas Tadeo conocemos además que era pariente del Señor, que formuló a Jesús una pregunta en la Ultima Cena Señor, ¿qué ha pasado para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo? (Jn 14, 22) y que, según la tradición eclesiástica, es el autor de una de las Epístolas católicas. No se preocuparon de llevar a cabo una tarea en la que sobresalieran sus dotes personales, sus conquistas apostólicas, los sufrimientos que padecieron por el Maestro. Por el contrario, procuraron pasar ocultos y dar a conocer a Cristo. En esto hallaron la plenitud y el sentido de sus vidas. Y, a pesar de sus condiciones humanas escasas para la misión para la que fueron elegidos, llegaron a ser la alegría de Dios en el mundo. Nosotros podemos aprender a encontrar la felicidad en cumplir, calladamente, la labor y la misión que el Señor nos ha encomendado en la vida. «Te aconsejo que no busques la alabanza propia, ni siquiera la que merecerías: es mejor pasar oculto, y que lo más hermoso y noble de nuestra actividad, de nuestra vida, quede escondido… ¡Qué grande es este hacerse pequeños!: «¡Deo omnis gloria!» toda la gloria, para Dios» (S. Josemaría Escrivá, Forja, n. 1051).

II. Los Apóstoles fueron testigos de la vida y de las enseñanzas de Jesús, y nos trasmitieron con toda fidelidad la doctrina que habían oído y los hechos que habían visto. No se dedicaron a difundir teorías personales, ni remedios sacados de la propia experiencia: Os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo fábulas ingeniosas, sino porque hemos sido testigos oculares de su majestad (2 P 1, 16), escribe San Pedro. Esa misma fe es la que, de generación en generación, custodiada por el Magisterio de la Iglesia, con la asistencia continua del Espíritu Santo, ha llegado hasta nosotros. En estas verdades ha habido y continúa existiendo un desarrollo y crecimiento como el de la semilla que llega a ser un gran árbol. La Iglesia es el canal por el que nos llega, enriquecida por la gracia divina, la enseñanza de Cristo. Ésta es la que nosotros debemos dar a conocer en la catequesis, en el apostolado personal, los sacerdotes en su predicación…

Muchos siglos nos separan de los Apóstoles que hoy celebramos. Sin embargo, la Luz y la Vida de Cristo que ellos predicaron al mundo siguen llegando hasta nosotros. «¡La luz de Cristo no se extingue! Los Apóstoles trasmitieron esta luz a sus discípulos y éstos a los suyos, hasta llegar a nosotros a través de los siglos y hasta el fin de los tiempos. Por cuántas y cuán distintas manos ha pasado esta luz (…). A todos les debemos un gran reconocimiento. También para nosotros, la grey que en estos días se acerca a sus pastos, tiene Él previstos maestros, pastores y sacerdotes. Él obra por sus pobres brazos la maravilla de nuestra salvación. Él cuida de nosotros con amor divino. Todas las estrellas traen de Él su resplandor. Todos los mares le cantan. Todos los cielos le alaban» (O. Hophan, o. c., pp. 46-47). No dejemos de hacerlo nosotros.

III. Simón y Judas Tadeo, como el resto de los Apóstoles, tuvieron la inmensa suerte de aprender de labios del Maestro la doctrina que luego enseñaron. Compartieron con Él alegrías y tristezas. ¡Qué santa envidia les tenemos! Muchas cosas las aprendieron en la intimidad de su conversación para trasmitirlas luego a los demás: Lo que os he susurrado al oído, predicadlo por encima de los tejados (Mt 10, 27). Ningún milagro les había de pasar inadvertido, ninguna lágrima y ninguna sonrisa dejaría de tener importancia. Son los testigos, los trasmisores. Los Doce consideraban esta íntima unión con el Maestro tan esencial que cuando han de completar el número, después de la defección de Judas, pusieron una única condición indispensable: Es necesario, por tanto, que de los hombres que nos han acompañado todo el tiempo en que el Señor Jesús vivió con nosotros, empezando desde el bautismo de Juan hasta el día en que partió de entre nosotros, uno de ellos sea constituido con nosotros testigo de su Resurrección (Hch 1, 21). Pidamos hoy a estos santos Apóstoles, Simón y Judas, que nos ayuden a conocer y a amar cada día más al Maestro, al mismo que ellos siguieron un día, y que fue el centro sobre el que se orientó toda su vida.

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