Meditación
La dignidad del cuerpo humano
I. La liturgia de la Misa propone a nuestra consideración una de las verdades de fe recogidas en el Credo, y que hemos repetido muchas veces: la resurrección de los cuerpos y la existencia de una vida eterna para la que hemos sido creados. Los cristianos profesamos en el Credo nuestra esperanza en estas dos verdades. Ante la atracción de las cosas de aquí abajo, que pueden aparecer en ocasiones como las únicas que cuentan, hemos de considerar repetidamente que nuestra alma es inmortal, y que se unirá a todo el cuerpo al fin de los tiempos; ambos –el hombre entero, alma y cuerpo– están destinados a una eternidad sin término. Todo lo que llevemos a cabo en este mundo hemos de hacerlo con la mirada puesta en esa vida que nos espera, pues “pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y las potencias” (S. Josemaría Escrivá, Amigos de Dios).
II. La muerte no la hizo Dios: es pena del pecado de Adán. Con la resurrección de Cristo la muerte ha perdido su aguijón, su maldad, para tornarse redentora en unión con la Muerte de Cristo. Y en Él y por Él nuestro cuerpo resucitará al final de los tiempos, estará dando gloria a Dios desde el mismo instante de la muerte, si nada tuvo que purificar. Al meditar que nuestro cuerpo dará gloria a Dios, comprendemos mejor la dignidad de cada hombre y sus características esenciales e inconfundibles, distintas de cualquier otro ser de la Creación. El hombre no sólo posee un alma libre hecha a imagen y semejanza del Creador, sino un cuerpo que ha de resucitar, y que, si está en estado de gracia, es templo del Espíritu Santo. San Pablo recordaba frecuentemente esta verdad gozosa a los primeros cristianos: ¿No sabéis que vuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, que habita en nosotros? (Co, 6, 19).
III. Enseña Santo Tomás que nuestra filiación divina, iniciada ya por la acción de la gracia en el alma, “será consumada por la glorificación del cuerpo, de forma que, así como nuestra alma ha sido redimida del pecado, así nuestro cuerpo será redimido de la corrupción de la muerte” (Comentario a la Carta a los Romanos, 8, 5). El Señor transformará nuestro cuerpo débil y sujeto a la enfermedad, a la muerte y a la corrupción, en un cuerpo glorioso. No podemos despreciarlo, ni tampoco exaltarlo como si fuera la única realidad en el hombre”. Nuestra Madre, asunta al Cielo en cuerpo y alma, nos recordará que nuestro cuerpo ha sido hecho para dar gloria a Dios aquí en la tierra y en el Cielo por toda la eternidad.