Meditación
Tratar bien a todos
I. Jesús nos invita a vivir la caridad más allá de los criterios de los hombres. Aunque en el trato con los demás no podemos ser ingenuos y hemos de vivir la justicia –también exigir los propios derechos– y la prudencia, no debe parecernos excesiva cualquier renuncia o sacrificio en bien de otros. Así nos asemejamos a Cristo que, con su muerte en la Cruz, nos dio un ejemplo de amor por encima de toda medida humana. Nada tiene el hombre tan divino –tan de Cristo– como la mansedumbre y la paciencia para hacer el bien (San Gregorio Nacianceno, Oración). Hemos de buscar la ocasión de ser útiles, de proporcionar alegrías a quienes están a nuestro lado: la mayoría de los casos se concretará sólo en pequeños detalles, en una sonrisa, en un gesto amable, en una palabra de aliento. Estaremos vigilantes ante los juicios precipitados, a la crítica negativa, a la falta de consideración con los demás por estar muy ocupados con lo nuestro. Además la caridad nos llevará a comprender, a disculpar, a convivir con todos, incluso con los que obran y piensan distinto a nosotros: es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva siempre la dignidad de la persona.
II. El precepto de la caridad no se extiende sólo a quienes nos quieren y nos tratan bien, sino a todo sin excepción, incluso con quienes nos hacen mal, con los que nos difaman y quitan la honra, con quienes buscan positivamente perjudicarnos. La caridad no está reñida con la prudencia y la defensa justa, con la proclamación de la verdad ante la difamación, y con la firmeza en defensa del bien y de los legítimos intereses propios o del prójimo, y de los derechos de la Iglesia. Pero el cristiano debe tener siempre un corazón grande para respetar a todos, incluso a los enemigos. Esta manera de actuar supone una honda vida de oración que nos distingue de los paganos, nos llevará a vivir la caridad incluso con los que ofenden a Dios, y nos moverá a desagraviar al Señor.
III. La caridad debe ser ordenada, y hemos de comenzar a vivirla con las personas que, por voluntad de Dios, están a nuestro alrededor. Sin embargo, nuestro afecto no debe ser excluyente. Le pedimos al Señor que ensanche nuestro corazón; que nos ayude a ofrecer sinceramente a más personas nuestra amistad; que nos impulse a hacer apostolado con cada uno, aunque no seamos correspondidos, aunque sea necesario enterrar nuestro propio yo, ceder en el punto de vista o en un gusto personal. Pidamos a la Virgen que nos ayude a vivir nuestros propósitos.