Meditación
El buen samaritano
I. ‘Amarás… al prójimo como a ti mismo’ (Lc 10, 27). Aunque este precepto ya existía en la ley judía como un lejano anticipo de lo que será el mandamiento del Señor, existía la incertidumbre sobre el término “prójimo”. Por eso el doctor de la ley pregunta al Señor: ¿y quién es mi prójimo? ¿Con quién debo tener esas muestras de misericordia? Jesús responderá con la bellísima parábola del buen samaritano (Lc 10, 25-37). Éste es mi prójimo: un hombre cualquiera que tiene necesidad de mí. En el camino de la vida encontraremos gente herida, despojada y medio muerta, del alma y del cuerpo, personas doloridas por falta de comprensión y de cariño, o que carece de los medios materiales más indispensables; heridas por humillaciones; despojadas, quizá, de los derechos más elementales: situaciones de miseria que claman al cielo. Encontraremos, quizá, a ese hombre medio muerto porque no le enseñaron las verdades más elementales de la fe, o se las han arrebatado por malos ejemplos o por los medios de comunicación al servicio del mal. Ese es nuestro prójimo.
II. En la parábola nos comentan sobre aquellos que pasaron de largo junto al hombre herido. El Señor nos habla aquí sobre los pecados de omisión. Esos hombres no hicieron un nuevo daño al hombre medio muerto; simplemente iban a lo suyo y no quisieron complicaciones. Su pecado fue ése: pasaron de largo. Cristo nos espera en esa persona necesitada, porque todo lo que hacemos por otros, por Dios lo hacemos. Escucharemos las palabras tan consoladoras del Señor: una buena obra has hecho conmigo (Mc 14, 6).
III. El buen samaritano se dio cuenta enseguida de la desgracia, y se movió a compasión. La caridad que nos pide el Señor es como la del buen samaritano, que se demuestra en las obras llevando a cabo lo que se deba hacer en cada caso concreto. El amor hace lo que la hora y el momento exigen. Con frecuencia se trata de cosas sencillas de la vida ordinaria: un pequeño servicio, dar un poco de aliento, una sonrisa, una palabra amable. Los quehaceres del buen samaritano pasaron a segundo término, y sus urgencias también; empleó su tiempo, sin regateos, en auxiliar a quien lo necesitaba. Y no sólo nuestro tiempo, sino nuestras aficiones –y no digamos nuestros caprichos– deben ceder ante las necesidades de los demás. Pensemos en Nuestra Madre: “en su Corazón cabe la humanidad entera sin diferencias ni discriminaciones. Cada uno es su hijo, su hija” (S. Josemaría Escrivá, Surco).