Domingo 5 de febrero

Meditación

Ser luz con el ejemplo

I. El Señor nos dice hoy a cada uno: ‘Vosotros sois la sal de la tierra’… ‘Vosotros sois la luz del mundo’. La sal da sabor a los alimentos, preserva de la corrupción y era un símbolo de la sabiduría divina. La luz es la primera obra de Dios en la creación (Gn 1, 1-5), y es símbolo del mismo Señor, del Cielo y de la Vida. Las tinieblas, por el contrario, significan la muerte, el infierno, el desorden y el mal. Los hombres, cuando viven según su fe, con su comportamiento irreprochable y sencillo, brillan como luceros en el mundo (Flp 2, 15), en medio del trabajo y de sus quehaceres, en su vida corriente. En cambio, ¡cómo se nota cuando el cristiano no actúa en la familia, en la sociedad, en la vida pública de los pueblos! Para que el cristiano sea sal y luz, es necesario el ejemplo de una vida recta, la limpieza de conducta, y el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas. El buen ejemplo ha de ir por delante.

II. Frente a esa marea de materialismo y de sensualidad que ahoga a los hombres, el Señor “quiere que de nuestras almas salga otra oleada –blanca y poderosa, como la diestra del Señor–, que anegue con su pureza, la podredumbre de todo materialismo y neutralice la corrupción, que ha inundado el orbe: A eso vienen –y a más– los hijos de Dios” (S. Josemaría Escrivá, Forja). Transformaremos de verdad el mundo –comenzando por ese mundo quizá pequeño en el que se lleva a cabo nuestra actividad y en el que se despiertan nuestras ilusiones– si somos competentes y honrados en el trabajo profesional; en la familia, si le dedicamos el tiempo que necesita: si nos ven alegres, también en las contradicciones y en el dolor; si somos cordiales, leales, sencillos, optimistas: los demás se sentirán atraídos a la vida que muestran nuestras acciones. El ejemplo prepara la tierra en la que fructificará la palabra. No olvidemos que para que los demás vean a Cristo en nuestro comportamiento es necesario seguir muy de cerca al Maestro.

III. Las obras de misericordia darán al cristiano la posibilidad de manifestar la caridad de su corazón: amar a los demás como nos ama el Señor. Otro aspecto importante, en el que los cristianos hemos de ser esa sal y luz de las que nos habla Cristo, es la templanza y la sobriedad. Estas virtudes manifiestan el señorío de los hijos de Dios, utilizando los bienes “según las necesidades y deberes, con la moderación del que los usa, y no del que los valora demasiado y se ve arrastrado por ellos” (San Agustín, Sobre las costumbres de la Iglesia católica). Le pedimos hoy a la Virgen que sepamos ser luz que estemos siempre encendidos en el amor para reflejar con claridad el rostro amable de Cristo.

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